2 de junio de 2019

En una batalla

No se estaba muriendo, la estaban matando. La risa, la que contagiaba se estaba apagando; su mirada, verdadera y limpia estaba dejando de brillar. Sus ganas, su ilusión iban disminuyendo 
con el paso de los días. Su corazón seguía grande pero estaba débil y encogido. El colgante de su cuello apenas brillaba. Sus pasos ya no eran firmes y ella ya no estaba tan segura. No se estaba 
muriendo, la estaban matando. Su pintalabios ya no era rojo y el anti ojeras apenas funcionaba. Casi no dormía, apenas descansaba. Andaba por andar, vivía por cobarde. Sus sueños ya ni existían. Dejó de creer en el amor y dudó de la amistad. Dejó de creer en los deseos al soplar un  diente de león de un solo golpe. Era su cumpleaños y todos aplaudían, aplaudían sin saber que 
su deseo era dejar de vivir. Aplaudían por qué desconocían su dolor y creían en su sonrisa. Y es que no se estaba muriendo, la estaban matando. Tenía el cuerpo lleno de cicatrices, cicatrices que no la estaban matando, la estaban salvando.

Tiene cicatrices porque un día luchó una batalla. Luchó la batalla contra ella misma. Se miraba al espejo y aquella chica no era ella. En su rostro se dibujaba una triste mirada y cuando sonreía 
los ojos se le llenaban de lágrimas. Con la muñeca vendada y su cara dejada, nunca llevaba pintalabios, tan solo ojeras bien marcadas. Vestida con lo primero que encontraba, ya ni se esforzaba en buscar en el armario y conjuntar sus prendas favoritas. Su tripa escondida, y no 
quería que nadie la desnudara. Se apretaba con rabia, se tapaba la cara y comenzó una fría y dura batalla. 
Cada noche en la cama nada la consolaba, lloraba y lloraba hasta quedarse dormida sin ganas 
de despertarse mañana. Solo su almohada sabía todas las lágrimas que derramaba, toda la tristeza que en su interior había guardada. Cada mañana el despertador sonaba y ella sin ganas 
se levantaba. En la calle aparentar, nadie sabía cómo estaba. Nadie sabía que estaba rota por dentro, nadie sabía todo lo que lloraba, nadie sabía por qué tenía la muñeca vendada, nadie sabía, ni si quiera ella, por qué estaba pasando por algo así. Solo deseaba llegar a su casa y llorar en la ducha desconsolada, donde nadie la escuchaba. Y entonces volvió a pasar, no podía parar. La cogió, la tocó y sin miramientos se cortó. Salía 
mucha sangre y eso la aliviaba. Sus lágrimas cesaban, y ella se calmaba. Una venda escondía esos fríos cortes.
Y así era su día a día, aparentando estar bien antes tantas caras conocidas, y cuando estaba sola se derrumbaba.

Un día no pudo parar, ni cortándose la muñeca se pudo calmar. Se le fue de las manos, no sabía a quién llamar. Nadie sabía su secreto, nadie lo iba a aceptar. 

Ella sola, en medio de un ataque 
se fue al hospital:
- Me he cortado y no deja de sangrar.
Su voz temblaba tanto como sus piernas. Estaba asustada, aturdida, defraudada con ella misma y sola. Estaba sola. Tan sola como se llevaba sintiendo este tiempo atrás. Sin darse cuenta estaba 
tumbada en una camilla, con una mascarilla para respirar y con personas con bata blanca a su alrededor cortando la hemorragia y preguntando sin parar:

-¿Por qué lo has hecho? ¿Te has intentado suicidar? ¿Sabes que esto no es normal?
Y con el poco tacto de aquella doctora no pudo evitar no llorar. 

Aquellas preguntas la hicieron tanto daño que no pudo explicar que es la forma de aliviar tanto dolor. Que alivia tanto como 
quién vence el orgullo después de una discusión, como beber un vaso de agua después de pasear por un desierto. Tanto como poner las manos en la calefacción después de llegar del trabajo en un día de diciembre. Alivia tanto como quien te abraza cuando estas a punto de 
romperte. Alivia tanto que crea adicción. Alivia tanto que hace que el dolor de dentro desaparezca, al menos por unos instantes. Alivia tanto que no duele, que calma. Alivia tanto que quizá nadie lo entienda. Pero alivia, tranquiliza…calma. 
Mientras las enfermeras la curaban sonriendo con pena, aquella doctora con su poco tacto la derivó al psiquiatra. Puntos de sutura tapados por cinco vueltas de venda. Tapados por 
dos mangas largas, tapados con una sonrisa. Y una llamada apenas dos horas después para citarla en la unidad de salud mental, más concretamente en psiquiatría.
Las semanas siguientes se pueden resumir en psicólogos, medicación, antidepresivos…En ese momento todos creían que toda ayuda era poca y más cuando en el informe ponía: “cortes 
profundos en la muñeca con fines autolíticos”.
¿Acaso nadie creía su palabra? ¿O quizá es que por un momento quiso dejar de vivir? En ese preciso momento donde quieres acabar con todo, donde piensas que no te compensa seguir aquí. En ese instante donde no hay un rayo de luz ni una gota de esperanza. Ese momento de 
un dolor intenso. Intenso y profundo. Donde te sientes inútil, ese lugar donde a pesar de estar rodeada te sientes más sola que nunca. Ese momento en el que cortas, cortas con fuerza. Cortas 
mucho. Y poco a poco vas girando la cuchilla para que los cortes dejen de ser en horizontal. Porque ya nada vale. Porque nunca has valido, ni quieres valer. Porque definitivamente no quieres vivir.

Pero vivió. 
Y no la salvaron.
Se salvó. 
Me salvé. 

Realmente si decidió ir al hospital y no quedarse ahí hasta desangrarse no fue por ella. Fue por los demás, por qué había gente que la quería. Porque no podría hacer tanto daño junto ni crear 
un daño permanente. Porque de haber sido así, ni en el más allá se lo hubiera podido perdonar. 

Pasaban los días y su gran secreto cada vez la quedaba más grande. Cada vez era más complicado levantarse como si nada, con una máscara ante todos. Cada vez era más difícil ir a la universidad y justificar los tiempos que se pasaba llorando en el baño. Era difícil volver a casa e intentar que nadie la notara los ojos vidriosos. El día se hacía inmensamente largo hasta que llegaba el 
momento de volver a la cama y llorar. Llorar abrazada a la almohada. Llorar sin más. 
Vivir así, con dos caras completamente opuestas es realmente complicado.
No era capaz de mirar sus padres a los ojos. No conseguía desahogarse con sus amigas. Así que una noche, entre lágrima y lágrima se sentó y escribió. Escribió gran parte de la noche y varias 
hojas buscando la mejor versión. Aquella que sus amigas pudieran medio entender. Buscaba palabras que no la pudieran juzgar. Buscaba la verdad.
¿Cómo alguien podría entender que cortarse no la hacía daño? ¿Cómo podrían no juzgar aquella 
forma de desahogo? ¿Cómo no la iban a juzgar cuando todo quedase al descubierto si ni si quiera  había un por qué? ¿Cómo alguien iba a hacer por comprenderlo?
Escribió una versión “ligh”, no contó lo de aquella noche en el hospital, tampoco contó que lloraba más que reía ni que por un momento había pensado en quitarse la vida. 
Sí que contó que estaba medicada, y que vivía triste. Las contó que sentía un dolor permanente que la privaba de ser feliz, también que tenía revisión médica cada poco tiempo y que acudía al psiquiatra y al psicólogo. No pudo contar como llegó hasta ahí, porque no lo sabía. Hizo dos cartas, para sus dos mejores amigas. Y como no tenía el valor que hay que tener para dárselas en persona y estar delante mientras la leen, se las envío por whatsapp. Asegurándose de que estaban lejos, lejos de aquella habitación.
Ellas la apoyaron desde el minuto uno. Se armaron de paciencia y nunca la dejaron sola. Estaban siempre. No juzgaban. La querían. 
Pasaban las horas, los días, las semanas y los meses… pasaban lentos. Pasaban sin ganas, pero pasaban. Y eso significaba que quedaba un día menos para salir de aquel infierno. Poco a poco 
empezó a confiar en sus amigas. El miedo a ser juzgada desaparecía. El tiempo pasaba y tenía que hablar, tenía que contárselo a sus padres. Decidió hacerlo el día de su cumpleaños. De su 
cumpleaños. Se armó de valor, y volvió a escribir. Escribió otra versión para evitar hacerles tanto daño.
Que difícil fue sentarse frente a ellos y con lágrimas en los ojos darle esa carta. Es carta que ocultaba el infierno por el que había pasado durante muchos meses, esa carta que tenía tanto dolor en cada palabra. Esa carta que leyeron y lloraron. Lloraron y la abrazaron. La abrazaron y 
la hicieron prometer que nunca más les ocultase algo así. 

Sonreía, asentía y entre medias se limpiaba los ojos. 

Llegó el verano y con ello las excusas. Las excusas de no querer quitarse la chaqueta porque estaba destemplada, las excusas de llevar dos vueltas de venda porque se había hecho daño 
bailando, o porque tenía la muñeca abierta. O las muñecas. Quién sabe ya.
No fue fácil. No llegaba a asumir del todo que estaba hundida en una depresión. No era fácil escuchar los consejos que la daban…como si de fuerza de voluntad se tratara. No era fácil tener que ser juzgada por pasar por algo así. No lo era hasta tal punto que un sentimiento de culpa la 
invadió. Asumir la depresión fue el primer paso para ganar esta batalla. Y es que no hay dolor más profundo que el dolor del alma. 

Depresión… la quedaba grande esa palabra. ¿Qué es? Es perder las ganas de todo, sentirte triste todo el tiempo. Es llorar y llorar y no ser capaz de saber 
exactamente por qué. Es que todo salga mal y sentir que te estás quedando sola. Es perder las ganas de salir, y perder poco a poco las ganas de vivir. Porque vivir implica fingir. Implica ponerte 
una máscara para el resto del mundo y que te vean sonreír. Es sentir una inmensa tristeza. Es no poder dormir por pensar millones de cosas que no van a ningún lado, es buscar cualquier 
momento para echarte a la cama y cerrar los ojos. Es no querer hacer nada, porque no tienes fuerzas, ni tampoco ganas. Es dejar de quererse, si es que alguna vez se había querido. Es estar 
muerto en vida y sentir que nada vale la pena, y que tú la vales menos. Es ver a través de una ventana la calle llena de sol, y saber que no lo puedes alcanzar, que aunque estés allí, por dentro 
llevas la oscuridad vayas donde vayas.

Pero con el tiempo, el sol, trajo un rayo de esperanza.

10 de febrero de 2019

¿Qué es la depresión?

Es perder las ganas de todo, sentirte triste todo el tiempo. Es llorar y llorar y no ser capaz de saber exactamente por qué. Es que todo te salga mal y sentir que te estás quedando sola. Es perder las ganas de salir, y perder poco a poco las ganas de vivir. Por qué vivir implica fingir. Implica ponerte una máscara para el resto del mundo y que te vean sonreír. Y hacer como si nada, o al menos intentarlo. Porque lo que menos quieres es que los demás sufran por ti. Porque no es fácil de comprender y no todo el mundo tiene la capacidad para hacerlo.Y las fuerzas que te quedan las utilizas para guardar todo tu dolor. Y lo tapas con sonrisas, con pintalabios y con alguna carcajada. 

Tener depresión es sentir una inmensa tristeza. Es no poder dormir por pensar millones de cosas que no van a ningún lado, o sin pensar en nada ver las horas pasar; es buscar cualquier momento para echarte a la cama y cerrar los ojos. Preguntarte por qué a ti y suspirar.  Es depender de pastillas que crees que te pueden ayudar. Es no querer hacer nada y tener que hacerlo. Es perder las ganas, la ilusión y a ratos tu sonrisa. Es impotencia, es culpabilidad y no es cuestión de fuerza de voluntad ni de valentía. Es dolor. 

Es un sentimiento oscuro que aparece y no se va, que viene y te cala por dentro. Que te agarra tanto que ahoga. Es un sentimiento que duele, que daña, que perdura. Que te hace sentir culpable de cada paso que das y hace que cierres los ojos ante cualquier espejo. Es duro de oír pero mucho más de vivir. Es algo que tarda en asumirse pero que poco a poco te haces a la tristeza, o la tristeza se hace a ti. 
La depresión es sonreír por sonreír y vivir por cobarde. 


Pero hay luz, hay esperanza y hay salida. 

25 de diciembre de 2018

Un silencio en el pasado

No sabía como pero estaba allí. En la esquina del ascensor siendo besada y tocada a la fuerza. Sin oponerse, sin mediar palabra, sin moverse pero a la fuerza. Fueron cuatro pisos, pero se hizo eterno. 

Se abrió las puertas y Ella fue agarrada del brazo con fuerza hasta su casa. Abrió rápido y la llevó hasta una habitación, donde la empujó hacia la cama y la siguió besando bruscamente. Ella seguía quieta, dejándose besar y deseando despertar de aquella pesadilla. Los besos iban a más, notaba esa lengua recorrer su cuello a la vez que sus manos jugaban con su cuerpo, aún de niña. De niña convirtiéndose en mujer. Le metió la mano por el pecho mientras seguía besándola y a su vez, su boca bajó a donde Ella deseaba que no bajara. La quitó el pantalón y las braguitas mientras seguía chupando y besando cada parte de su cuerpo. Su cuerpo de niña convirtiéndose en mujer. Mientras Ella, paralizada no podía hacer nada. No era capaz de decir ‘para’, no era capaz de decir ‘no’, no fue capaz. Tan solo pensaba en el final y que cuanto más rápido pasara antes acabaría esta tortura. 

El se bajó los pantalones y se la sacó. Se echó babas en la mano y sin remordimientos se la metió. A Ella, que supuestamente la quería. A Ella, una menor de edad. A Ella, que había sufrido tanto por abusos sexuales donde el la apoyó, la acompañó a algún juicio y maldijo a aquella persona que había abusado de ella dos años atrás. A Ella, que supuestamente la protegía. A Ella, que en sus ojos se veía el miedo y la tristeza. Pero a él todo eso le dio igual y se la metió. Y se movió a su antojo hasta correrse. Y se le debió olvidar que tan solo era una niña trasformándose en mujer, y se le olvidó que iba a destrozar su vida sexual y moral. Y quizá no se dio cuenta de que acababa de violarla. Y quizá no la quería tanto como decía. 

El suspiró y disfrutó. Ella seguía callada, paralizada. Ella no lloró, pero sin embargo sentía una inmensa tristeza. No tenía heridas, pero sentía un inmenso dolor, de esos que llegan hasta el alma. No se desmayó, pero sentía una presión y una impotencia que no sabía como la permitía seguir tan entera. 

El la levantó dándola la malo y la dio papel para que se limpiara. Ella se limpió, se subió las braguitas y el pantalón  y se marcharon. Volvieron a casa. Donde todos estaban ajenos a lo que acababa de pasar, donde nadie nunca se esperaría esto. Pero al fin y al cabo a casa, y a salvo. Ella no era la misma que subió en aquel ascensor ajena a todo lo que iba a ocurrir, Ella ahora se sentía triste y culpable. Que irónico ¿eh? Culpable...

Un sentimiento de culpa que la acompañó durante años. Ese sentimiento fue tan grande que la mantuvo callada 8 años. 8 años cargando una mochila más a su espalda. 8 años fingiendo que no pasaba nada. 8 años evitando cruzarse con aquel hombre. 8 años de preguntarse por qué no disfruta con el sexo, 8 años haciendo de tripas corazón cada vez que ese hombre sale en algún tema de conversación. 8 años de lucha. 8 años compartiendo momentos con la ansiedad, el insomnio y la depresión. 

Pero una vez más la vida siguió y con la vida seguía Ella. Aprendió a vivir con otra cosa más, guardándose todo su dolor. Creyéndose culpable. 

Pero el paso del tiempo la dieron la madurez y la valentía que la faltaba para terminar de afrontarlo, la hicieron un poco más sensata y con el paso de los años se armó de valor para hablar. 

Su psicóloga fue la primera, y mientras Ella se quitaba ese peso de encima veía como su psicóloga la escuchaba atónita y sin pestañear. Vio cómo sus ojos se pusieron vidriosos y cuando Ella no podía hablar más por qué su voz empezaba a temblar y su corazón a ir demasiado deprisa, escuchó: 

“No se como aguantas tu sola tanto dolor” y con esas palabras Ella se echó a llorar. 

Realmente tampoco lo sabía, pero no estaba siendo fácil. Sobre todo los últimos años. No era fácil llorar cada noche y levantarse como si nada. Es muy frustrante estar triste y no saber porque. Se sentía impotente por querer la felicidad y no saber cómo alcanzarla. Se sentía decepcionada por no disfrutar de algo tan maravilloso como es el sexo. Se sentía sola a pesar de estar rodeada de gente. No se veía guapa, no sé sentía bien, y por muchas palabras bonitas que oía, una delante del espejo se vuelve más ciega. Y la mente es muy mala, y la vida a veces puede resultar muy dura. 

La psicóloga mientras la agarraba las manos la ayudó a entender que el único culpable fue el. Que ante una violación, el miedo y la paralización son síntomas que salen innatos de nosotros. Que la sociedad es un poco cruel y hace que las víctimas se sientan culpables. Y que al fin y al cabo Ella solo era una víctima más y una vez más. La ayudó a entender que no se tenía que avergonzar, que no lo tenía por qué seguir ocultando e incluso la dio la opción de denunciar. Pero Ella necesitaba tiempo para volver a asimilar todo, para contárselo a sus amigos, para sentarse frente a su madre, tiempo para explicárselo a su familia ¿Cómo explicar que el miedo y la culpa la han tenido callada 8 años? ...y si después de todo esto la seguían quedando fuerzas necesitaba tiempo para denunciar. 

Porque a veces queremos denunciar para dar la voz que un día no tuvimos, pero no es tan fácil como querer. 

Realmente en ese momento por primera vez en mucho años se sintió bien consigo misma. A sus 23 años quitarse esa mochila había sido un alivio, y aunque aún quedaba un largo camino de lucha, acababa de dar el paso más importante de todos: hablar. 

Después de esto acarició cada una de sus cicatrices y por primera vez se sintió agradecida por tenerlas, por qué en el fondo es una suerte que estén ahí por un método de escape y que, a pesar de alguna vez desearlo, no marcaran el final de su vida. 

Y es que, realmente duele. Duele que te hayan hecho sentir culpable durante años. Duele lidiar con el silencio y volver a mirar a los ojos a la persona que se aprovecho de la inocencia que te quedaba. Como duele hablar de violación. Como un hombre es capaz de coaccionar de esa manera. Tan ruin, tan rastrera. Que yo me encariñé, si...pero jamás de esa forma. Que jamás quise sentir tus besos, ni tus manos en mi cuerpo, aún de niña. Que jamás quise sentirte de esa manera y que aún me duele. Me duele no sabes cuánto. Y lo que más me duele es el tiempo que he tardado en ser consciente.

Cuantos años han tenido que pasar para darme cuenta que el culpable fuiste y serás siempre tu. Cuantos años he pasado avergonzada. Cuantos años he tardado en hablar. Cuánto dolor en tantos años, cuantas imágenes de aquel día en donde me quedé paralizada, asustada y perdida. Y pasó lo que no quería que pasara, y pasó. Y lloré durante días, meses e incluso años. 

Cuando pasas años callada, en silencio, evitándote y un día muchos años después te derrumbas. Y no puedes más. Y hablas, y lloras y gritas. 

Y te dicen lo que jamas quisiste escuchar, lo que una y otra vez en tu cabeza te negabas a aceptar. Violación. Y te dicen que te plantees denunciar, por muchos años que hayan pasado. Y pides tiempo. Tiempo para asimilar, para contar, para hablar...tiempo para asumir. 

Y te dicen que no saben como puedes cargar tanto a las espaldas, como puedes seguir aparentemente tan entera. Te dicen que eres fuerte, cuánto tú te sientes más débil que nunca. 

Y miras a tu alrededor y estás arropada a pesar a del frío de invierno, sientes cariño y alivio al ver que tu gente ha perdonado tu silencio, que te apoyan, que te abrazan, que siguen contigo. Porque nunca dejaron de estarlo.  Y solo por eso, te tienes que sentir agradecida. 

Porque la vida a veces no es fácil, pero estoy segura de que vale la pena. 

7 de febrero de 2018

Tristeza.

5 de febrero de 2018

Ella.

Esa noche no era como las demás, era oscura, muy fría y gotas caían del cielo como si de lágrimas se tratasen. Noche de mayo, madrugada de un domingo. 6 Am. Unos aquella madrugada volvían de fiesta, otros en cambio madrugaban y ya se ponían en pie. Alguno que otro salía de su casa para enfrentarse a un duro día de trabajo. Unos tantos esperaban la llegada de un nuevo bebé, mientras que otros pocos sufrían la dura despedida de un ser querido. La mayoría de las personas a esa hora dormían plácidamente, pero Ella lloraba, estaba aturdida, tenía miedo y la costaba respirar. Hubo tiempo suficiente de ver a ese individuo aun metido en su cama. Hubo tiempo de ver cómo rápidamente le sacaba la mano del pijama y se ponía en pie. Hubo tiempo de ver a una niña muy asustada y perdida... pero luego todos lo negaron.
–“No dirás nada, ¿No?”, “Ha sido un accidente”, “Como lo cuentes va a ser peor” "Nadie te va a creer", "Te vas a quedar sola" y diferentes cosas la decían con el fin de mantenerla callada, cosa que durante dos largos días consiguieron.
Esa madrugada no pudo volverse a dormir, no podía cerrar los ojos, no podía dejar de llorar silenciosamente. No sabía cómo actuar cuando todos se levantasen, ni cómo mirar a la cara a aquellas personas. Quería irse de aquella habitación, de aquella casa…simplemente quería desaparecer o despertar de aquella terrible pesadilla que acababa de comenzar. Tenía miedo, mucho miedo.
A sus trece años tuvo que armarse de valor y afrontar todo lo que acababa de pasar. Ya no era la misma, ya no era una adolescente con ganas de crecer, porque de golpe, había crecido más de lo que hubiera querido. Ella llego a casa y se metió en la cama, se tapó mucho y lloró. Lloró hasta que no podía más, lloró hasta quedarse dormida... Dos días callada, ocultando lo ocurrido, con miedo y muy triste. Dos días fingiendo que todo está como siempre. Rota por dentro. Pero ya no pudo más, llegó a casa después del instituto y rompió a llorar, se abrazó a su madre y con la poca fuerza que tenía tan solo decía que lo sentía.
-¿El qué sientes?
-Siento insistir en quedarme a dormir allí esa noche. Siento ver como la empujaba y la gritaba, siento que ese hombre se metiera en mi cama y me tocara, siento que me besara el cuello y no me dejara escapar de sus brazos que me agarraban con fuerza. Siento que me agarrara fan fuerte que no me dejase respirar. Siento que me duele todo y a la vez no tengo dolor. Siento sentir un nudo que no me permite hablar sin llorar. Lo siento, lo siento todo.
Su madre se quedó blanca, solo pudo abrazarla y llorar con ella. Sabía que le pasaba algo, pero pensó que podría ser una discusión con una amiga, el primer novio, falta de ganas de estudiar o cualquier otro problema propio de una adolescente. Pero esto no, no se lo explicaba. La abrazó tan fuerte como pudo pero el dolor de ella era imposible de reconstruir.
Sin duda cogió el teléfono y la llamó:
-La niña me lo ha contado, quiero que sepas que mi casa es tu casa y si lo necesitas aquí estamos, puedes venir cuando quieras. Eres mi hermana y la madrina de mi hija, Ella te necesita. No la has fallado nunca, no la falles con esto.
Y después de decir estas palabras colgó. Colgó con la esperanza de que viniera, de que fuera consciente de la situación. Colgó con los ojos inundados en lágrimas y el corazón en un puño. Sin esperar más emprendieron un viaje a comisaría. Esta vez no se puso la radio en el coche y fue un viaje que a pesar de los pocos kilómetros se hizo largo, que a pesar de estar protegidos, se olía el miedo, la angustia, la tristeza...
-¿Cuál es el motivo de la denuncia?
-Abusos sexuales.
No la hicieron esperar. Rápidamente la tomaron declaración y tuvo que contar todo sin dejarse detalle alguno. Así lo hizo Ella, un poco nerviosa y con lágrimas que se asomaban en sus ojos. Nadie sabía lo que iba a pasar, pero Ella no estaba sola, tenía apoyo y cariño, aunque en ese momento Ella sólo se centraba en una persona, en una persona que probablemente no iba a estar a su lado y sentía como de una manera u otra la había fallado, defraudado e incluso… abandonado, su tía. Ella susurraba su nombre entrecortadamente entre sollozos, pero su tía no la quiso escuchar. Su tía aquella noche no oyó sus lágrimas ni sollozos, su tía esa noche no notó que su pareja no estaba con ella en la cama. Tampoco notó a una niña distinta la mañana siguiente, no vio unos ojos rojos de tanto llorar ni una mirada perdida. No vio un rostro en donde se reflejaba la angustia y el miedo. Y si ahí no lo había visto, ya no lo iba a ver.
La poca esperanza que quedaba se esfumó dos días después en el primer juicio rápido. Ella estaba con sus padres y familia cercana cuando pasaron por la puerta del juzgado donde allí a la derecha estaba su tía. Pero no estaba sola, estaba con él. Con aquel hombre que acababa de destruir una adolescencia y a toda una familia. No la vino a abrazar, no le dio un beso, no hizo el afán de saludar y ni si quiera le dedicó una mirada. Ella se hundió, lloró desconsolada tapándose la cara. Las pocas fuerzas que tenía, la poca esperanza que la quedaba, las mínimas ganas de luchar se fueron en forma de lágrimas y decepción. Lloró durante minutos, incluso horas. Lloró durante todo ese día, y con Ella también su madre.
Verdaderamente lo que más daño la causó de esa noche, lo que más le dolió a Ella no fue que se metieran en su cama y jugaran con su cuerpo como si de una muñeca se tratara, no. Fue que su tía negara lo ocurrido dejándola como mentirosa y en un mar de lágrimas. Fue que su tía no la abrazara ni consolara como había hecho siempre. Fue el principio de un infierno difícil de superar.
Los años consecuentes se pueden resumir en una rápida madurez de una “niña” de trece años, en juicios donde el llanto y la aflicción se apoderaban de la situación, en cartas mojadas y sin dirección, en poesías de una dura separación, en la dificultad de fingir sonrisas y aparentar estar bien, en pasar por diferentes psicólogos sin éxito alguno, años de estudio llenos de ansiedad y desmayos, donde la anorexia la acompañó en un trayecto de su vida y la depresión se hizo íntima amiga suya.
Años en los que cada triste canción le recordaban a una sola persona, en la que el pequeño aroma de esa colonia le recordaba nuevamente a esa persona. Años que pasaron lentos. A veces, Ella piensa en olvidarla, si la olvida todo sería más fácil, y entonces Ella se pregunta… ¿Cómo olvidar algo que en el fondo no quiero olvidar? Es la peor de las pruebas que alguien tiene que afrontar en la vida. Ella se dio cuenta de que “olvidar” era un hecho imposible. Algo que nunca iba a ocurrir. Ella no se podía olvidar de la persona con la que mejores momentos había vivido durante trece intensos años. Así que tenía que aprender a vivir sin ella.
Tres años y dos meses a la espera del juicio final. Esa mañana se despertó más nerviosa de lo normal, pero no por el juicio, sino, porque la iba ver. Tenían que declarar y pese a todo Ella quería verla. Al ser menor, el juicio tenía biombo pero pidió por favor a su madre y abogada que no lo pusieran ya que quería verla. Quería escuchar la defensa en boca de su tía, quería buscar su mirada mientras hablaba para encontrar la verdad. Quería entender la frialdad de aquellas palabras.
Primero declaró Ella aguantándose las lágrimas, luego aquel hombre innombrable, culpable de tanto dolor. Y por último su tía.
Tanto tiempo después de que todo pasara y aun así Ella mantenía en su interior una pizca de esperanza, esperanza que se esfumó en cada palabra de la declaración. Mientras su tía declaraba Ella la miraba atónita, escuchaba sin creer lo que decía. Y en la tercera frase se derrumbó. Lloró desconsolada y la sacaron de aquel lugar. La abrazaron, la mimaron y la intentaban tranquilizar.
Cárcel para aquel hombre innombrable. Familia y amigos más cercanos estaban contentos y llamaban para dar felicitaciones, pero Ella no estaba contenta. Si, había ganado, pero Ella no había luchado para ganar, es más, había sufrido. Quizá no estuviera contenta porque sabía que él no iba a ir a la cárcel, pues si se iba del país no se podía remediar. Dichosa justicia. Quizá no lo estuviera porque sabía que su tía no iba a volver. Días después su tía desapareció, se fue del país o eso quisieron pensar todos. Y ahora Ella tenía esa absurda sensación de haber dado todo por esa persona tan importante y nunca haber recibido nada a cambio.
Esa sensación absurda de pensar que trece años unida a una de las personas más importantes en su vida es como si de repente hubieran desaparecido, como si de un diario se tratase del cuál la llave se ha perdido y nunca se volverá a abrir. Todas las promesas que resultaron ser mentira. Todas esas palabras de amor, todos los besos y abrazos habían acabado.
Como si rompiera una pequeña bola de cristal en miles de pedacitos que ya es imposible recrear de nuevo. Que ya solo te queda el recuerdo de esa bola de cristal. Recuerdos que no podemos ni sabemos olvidar, memorias que nos seguirán más allá del tiempo, vayamos al lugar que vayamos, adentrándonos un poco en los recuerdos de nuestro ser, volvemos a encontrarlas y, como inocentes niños esbozaremos una sonrisa, una triste sonrisa llegando al extremo de llorar de nostalgia por el añoro de los buenos momentos y por el anhelo que sentimos esos años atrás.
Ella ya no era aquella niña inocente de trece años que vivía con la esperanza de un anhelado regreso. Ahora ella, aunque a veces no se quería dar cuenta, sabía perfectamente que su tía no volvería y que si lo hacía nada sería como antes…esa relación que tenía tan perfecta, tan sincera y tan especial nunca se iba a retomar. Pero a pesar de todo, Ella la esperaría, porque el hueco que su tía dejó en su corazón nadie nunca lo va a llenar. Ella la quiso, la quiere y siempre la querrá. Ella luchará por sus sueños y por vivir, será una maestra por vocación y lamentará cada día no estar con su tía. Pero a pesar de todo, Ella no la guarda rencor, ni mucho menos odio y es que Ella la quiere, la quiere muchísimo.