2 de junio de 2019

En una batalla

No se estaba muriendo, la estaban matando. La risa, la que contagiaba se estaba apagando; su mirada, verdadera y limpia estaba dejando de brillar. Sus ganas, su ilusión iban disminuyendo 
con el paso de los días. Su corazón seguía grande pero estaba débil y encogido. El colgante de su cuello apenas brillaba. Sus pasos ya no eran firmes y ella ya no estaba tan segura. No se estaba 
muriendo, la estaban matando. Su pintalabios ya no era rojo y el anti ojeras apenas funcionaba. Casi no dormía, apenas descansaba. Andaba por andar, vivía por cobarde. Sus sueños ya ni existían. Dejó de creer en el amor y dudó de la amistad. Dejó de creer en los deseos al soplar un  diente de león de un solo golpe. Era su cumpleaños y todos aplaudían, aplaudían sin saber que 
su deseo era dejar de vivir. Aplaudían por qué desconocían su dolor y creían en su sonrisa. Y es que no se estaba muriendo, la estaban matando. Tenía el cuerpo lleno de cicatrices, cicatrices que no la estaban matando, la estaban salvando.

Tiene cicatrices porque un día luchó una batalla. Luchó la batalla contra ella misma. Se miraba al espejo y aquella chica no era ella. En su rostro se dibujaba una triste mirada y cuando sonreía 
los ojos se le llenaban de lágrimas. Con la muñeca vendada y su cara dejada, nunca llevaba pintalabios, tan solo ojeras bien marcadas. Vestida con lo primero que encontraba, ya ni se esforzaba en buscar en el armario y conjuntar sus prendas favoritas. Su tripa escondida, y no 
quería que nadie la desnudara. Se apretaba con rabia, se tapaba la cara y comenzó una fría y dura batalla. 
Cada noche en la cama nada la consolaba, lloraba y lloraba hasta quedarse dormida sin ganas 
de despertarse mañana. Solo su almohada sabía todas las lágrimas que derramaba, toda la tristeza que en su interior había guardada. Cada mañana el despertador sonaba y ella sin ganas 
se levantaba. En la calle aparentar, nadie sabía cómo estaba. Nadie sabía que estaba rota por dentro, nadie sabía todo lo que lloraba, nadie sabía por qué tenía la muñeca vendada, nadie sabía, ni si quiera ella, por qué estaba pasando por algo así. Solo deseaba llegar a su casa y llorar en la ducha desconsolada, donde nadie la escuchaba. Y entonces volvió a pasar, no podía parar. La cogió, la tocó y sin miramientos se cortó. Salía 
mucha sangre y eso la aliviaba. Sus lágrimas cesaban, y ella se calmaba. Una venda escondía esos fríos cortes.
Y así era su día a día, aparentando estar bien antes tantas caras conocidas, y cuando estaba sola se derrumbaba.

Un día no pudo parar, ni cortándose la muñeca se pudo calmar. Se le fue de las manos, no sabía a quién llamar. Nadie sabía su secreto, nadie lo iba a aceptar. 

Ella sola, en medio de un ataque 
se fue al hospital:
- Me he cortado y no deja de sangrar.
Su voz temblaba tanto como sus piernas. Estaba asustada, aturdida, defraudada con ella misma y sola. Estaba sola. Tan sola como se llevaba sintiendo este tiempo atrás. Sin darse cuenta estaba 
tumbada en una camilla, con una mascarilla para respirar y con personas con bata blanca a su alrededor cortando la hemorragia y preguntando sin parar:

-¿Por qué lo has hecho? ¿Te has intentado suicidar? ¿Sabes que esto no es normal?
Y con el poco tacto de aquella doctora no pudo evitar no llorar. 

Aquellas preguntas la hicieron tanto daño que no pudo explicar que es la forma de aliviar tanto dolor. Que alivia tanto como 
quién vence el orgullo después de una discusión, como beber un vaso de agua después de pasear por un desierto. Tanto como poner las manos en la calefacción después de llegar del trabajo en un día de diciembre. Alivia tanto como quien te abraza cuando estas a punto de 
romperte. Alivia tanto que crea adicción. Alivia tanto que hace que el dolor de dentro desaparezca, al menos por unos instantes. Alivia tanto que no duele, que calma. Alivia tanto que quizá nadie lo entienda. Pero alivia, tranquiliza…calma. 
Mientras las enfermeras la curaban sonriendo con pena, aquella doctora con su poco tacto la derivó al psiquiatra. Puntos de sutura tapados por cinco vueltas de venda. Tapados por 
dos mangas largas, tapados con una sonrisa. Y una llamada apenas dos horas después para citarla en la unidad de salud mental, más concretamente en psiquiatría.
Las semanas siguientes se pueden resumir en psicólogos, medicación, antidepresivos…En ese momento todos creían que toda ayuda era poca y más cuando en el informe ponía: “cortes 
profundos en la muñeca con fines autolíticos”.
¿Acaso nadie creía su palabra? ¿O quizá es que por un momento quiso dejar de vivir? En ese preciso momento donde quieres acabar con todo, donde piensas que no te compensa seguir aquí. En ese instante donde no hay un rayo de luz ni una gota de esperanza. Ese momento de 
un dolor intenso. Intenso y profundo. Donde te sientes inútil, ese lugar donde a pesar de estar rodeada te sientes más sola que nunca. Ese momento en el que cortas, cortas con fuerza. Cortas 
mucho. Y poco a poco vas girando la cuchilla para que los cortes dejen de ser en horizontal. Porque ya nada vale. Porque nunca has valido, ni quieres valer. Porque definitivamente no quieres vivir.

Pero vivió. 
Y no la salvaron.
Se salvó. 
Me salvé. 

Realmente si decidió ir al hospital y no quedarse ahí hasta desangrarse no fue por ella. Fue por los demás, por qué había gente que la quería. Porque no podría hacer tanto daño junto ni crear 
un daño permanente. Porque de haber sido así, ni en el más allá se lo hubiera podido perdonar. 

Pasaban los días y su gran secreto cada vez la quedaba más grande. Cada vez era más complicado levantarse como si nada, con una máscara ante todos. Cada vez era más difícil ir a la universidad y justificar los tiempos que se pasaba llorando en el baño. Era difícil volver a casa e intentar que nadie la notara los ojos vidriosos. El día se hacía inmensamente largo hasta que llegaba el 
momento de volver a la cama y llorar. Llorar abrazada a la almohada. Llorar sin más. 
Vivir así, con dos caras completamente opuestas es realmente complicado.
No era capaz de mirar sus padres a los ojos. No conseguía desahogarse con sus amigas. Así que una noche, entre lágrima y lágrima se sentó y escribió. Escribió gran parte de la noche y varias 
hojas buscando la mejor versión. Aquella que sus amigas pudieran medio entender. Buscaba palabras que no la pudieran juzgar. Buscaba la verdad.
¿Cómo alguien podría entender que cortarse no la hacía daño? ¿Cómo podrían no juzgar aquella 
forma de desahogo? ¿Cómo no la iban a juzgar cuando todo quedase al descubierto si ni si quiera  había un por qué? ¿Cómo alguien iba a hacer por comprenderlo?
Escribió una versión “ligh”, no contó lo de aquella noche en el hospital, tampoco contó que lloraba más que reía ni que por un momento había pensado en quitarse la vida. 
Sí que contó que estaba medicada, y que vivía triste. Las contó que sentía un dolor permanente que la privaba de ser feliz, también que tenía revisión médica cada poco tiempo y que acudía al psiquiatra y al psicólogo. No pudo contar como llegó hasta ahí, porque no lo sabía. Hizo dos cartas, para sus dos mejores amigas. Y como no tenía el valor que hay que tener para dárselas en persona y estar delante mientras la leen, se las envío por whatsapp. Asegurándose de que estaban lejos, lejos de aquella habitación.
Ellas la apoyaron desde el minuto uno. Se armaron de paciencia y nunca la dejaron sola. Estaban siempre. No juzgaban. La querían. 
Pasaban las horas, los días, las semanas y los meses… pasaban lentos. Pasaban sin ganas, pero pasaban. Y eso significaba que quedaba un día menos para salir de aquel infierno. Poco a poco 
empezó a confiar en sus amigas. El miedo a ser juzgada desaparecía. El tiempo pasaba y tenía que hablar, tenía que contárselo a sus padres. Decidió hacerlo el día de su cumpleaños. De su 
cumpleaños. Se armó de valor, y volvió a escribir. Escribió otra versión para evitar hacerles tanto daño.
Que difícil fue sentarse frente a ellos y con lágrimas en los ojos darle esa carta. Es carta que ocultaba el infierno por el que había pasado durante muchos meses, esa carta que tenía tanto dolor en cada palabra. Esa carta que leyeron y lloraron. Lloraron y la abrazaron. La abrazaron y 
la hicieron prometer que nunca más les ocultase algo así. 

Sonreía, asentía y entre medias se limpiaba los ojos. 

Llegó el verano y con ello las excusas. Las excusas de no querer quitarse la chaqueta porque estaba destemplada, las excusas de llevar dos vueltas de venda porque se había hecho daño 
bailando, o porque tenía la muñeca abierta. O las muñecas. Quién sabe ya.
No fue fácil. No llegaba a asumir del todo que estaba hundida en una depresión. No era fácil escuchar los consejos que la daban…como si de fuerza de voluntad se tratara. No era fácil tener que ser juzgada por pasar por algo así. No lo era hasta tal punto que un sentimiento de culpa la 
invadió. Asumir la depresión fue el primer paso para ganar esta batalla. Y es que no hay dolor más profundo que el dolor del alma. 

Depresión… la quedaba grande esa palabra. ¿Qué es? Es perder las ganas de todo, sentirte triste todo el tiempo. Es llorar y llorar y no ser capaz de saber 
exactamente por qué. Es que todo salga mal y sentir que te estás quedando sola. Es perder las ganas de salir, y perder poco a poco las ganas de vivir. Porque vivir implica fingir. Implica ponerte 
una máscara para el resto del mundo y que te vean sonreír. Es sentir una inmensa tristeza. Es no poder dormir por pensar millones de cosas que no van a ningún lado, es buscar cualquier 
momento para echarte a la cama y cerrar los ojos. Es no querer hacer nada, porque no tienes fuerzas, ni tampoco ganas. Es dejar de quererse, si es que alguna vez se había querido. Es estar 
muerto en vida y sentir que nada vale la pena, y que tú la vales menos. Es ver a través de una ventana la calle llena de sol, y saber que no lo puedes alcanzar, que aunque estés allí, por dentro 
llevas la oscuridad vayas donde vayas.

Pero con el tiempo, el sol, trajo un rayo de esperanza.

10 de febrero de 2019

¿Qué es la depresión?

Es perder las ganas de todo, sentirte triste todo el tiempo. Es llorar y llorar y no ser capaz de saber exactamente por qué. Es que todo te salga mal y sentir que te estás quedando sola. Es perder las ganas de salir, y perder poco a poco las ganas de vivir. Por qué vivir implica fingir. Implica ponerte una máscara para el resto del mundo y que te vean sonreír. Y hacer como si nada, o al menos intentarlo. Porque lo que menos quieres es que los demás sufran por ti. Porque no es fácil de comprender y no todo el mundo tiene la capacidad para hacerlo.Y las fuerzas que te quedan las utilizas para guardar todo tu dolor. Y lo tapas con sonrisas, con pintalabios y con alguna carcajada. 

Tener depresión es sentir una inmensa tristeza. Es no poder dormir por pensar millones de cosas que no van a ningún lado, o sin pensar en nada ver las horas pasar; es buscar cualquier momento para echarte a la cama y cerrar los ojos. Preguntarte por qué a ti y suspirar.  Es depender de pastillas que crees que te pueden ayudar. Es no querer hacer nada y tener que hacerlo. Es perder las ganas, la ilusión y a ratos tu sonrisa. Es impotencia, es culpabilidad y no es cuestión de fuerza de voluntad ni de valentía. Es dolor. 

Es un sentimiento oscuro que aparece y no se va, que viene y te cala por dentro. Que te agarra tanto que ahoga. Es un sentimiento que duele, que daña, que perdura. Que te hace sentir culpable de cada paso que das y hace que cierres los ojos ante cualquier espejo. Es duro de oír pero mucho más de vivir. Es algo que tarda en asumirse pero que poco a poco te haces a la tristeza, o la tristeza se hace a ti. 
La depresión es sonreír por sonreír y vivir por cobarde. 


Pero hay luz, hay esperanza y hay salida.